Lectura del santo evangelio según san Juan (14,1-6):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».
Tomás le dice:
«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Jesús le responde:
«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Palabra del Señor
Viernes de la IV semana de Pascua.
Hoy como ayer, frente a los innegables fenómenos de exclusión social, afirmar la universalidad de la buena noticia constituye un acto de valor, un triunfo del amor sobre el miedo. Cuanto más se justifican y legitiman las exclusiones –con argumentos que ofuscan las mentes– tanta mayor fe en Jesús necesita el evangelizador para proclamar el amor universal de Dios. Convertirse del particularismo al universalismo –del ancestral nacionalismo a la apertura «internacional»– exigió tiempo, porque no se trataba simplemente de superar prejuicios, sino de aprender a pensar y a sentir como Jesús, es decir, a dejarse conducir por su Espíritu Santo a través de la historia.
El paso de Jesús por su muerte cruenta evoca el paso del Mar Rojo; su entrada en la gloria del Padre, el ingreso en la tierra prometida. Ahora les corresponde a los suyos «salirse» del mundo, pasar a través del «desierto» (la historia humana) y llegar a la misma meta que él. Este «éxodo» lo realiza cada uno al salir de sí mismo, sin miedo de amar como él, al encuentro de los demás.
El amor de Jesús es reflejo del amor del Padre: universal, gratuito y fiel. El discípulo de Jesús se empeña a vivir este amor en «el mundo», que es excluyente, mezquino y inconstante como sus intereses. El testigo de Jesús requiere lucidez y valentía, pero, sobre todo, ese amor para salvar a sus propios adversarios y enemigos sin dejarse convencer de odiarlos para corresponder así a su rechazo. El testigo de Jesús no se siente victorioso con la perdición de sus enemigos, sino con el hecho de que estos lleguen a ser sus hermanos.
1. Primera lectura (Hch 13,26-33).
Segunda parte del discurso de Pablo (13,26-37). Recalca a quiénes se dirige: a los «descendientes de Abraham» y a los «prosélitos». Los seguidores de Jesús («nosotros») son los destinatarios del mensaje de Dios –según él– porque Israel rechazó al Mesías. Primera acusación: no reconocieron al Mesías, y al condenarlo cumplieron las profecías que leen cada sábado; segunda acusación: a pesar de no encontrarlo culpable, pidieron al gobernador pagano (Pilato) que lo ejecutara; tercera acusación: lo condenaron a morir como un «bandido» a los ojos del mundo pagano, y como un «maldito de Dios» a la vista del pueblo judío (el «madero»: cf. Lc 23,33; Dt 21,13). Pero Dios lo resucitó, reivindicándolo y anulando así la condena y la pena.
Primer testimonio: él se apareció «durante muchos días» (que equivalen a los «cuarenta días» de Hch 1,3), de lo cual hay testigos, sus discípulos, los que subieron con él de Galilea a Jerusalén. Segundo testimonio: el anuncio de la buena noticia de que la promesa hecha a los antepasados la ha cumplido Dios a sus herederos («los padres… sus hijos») al resucitar a Jesús de la muerte. Tercer testimonio: la Escritura (Sl 2,7-8) –de la cual solo cita el comienzo, por ser un texto muy conocido por sus oyentes– testifica que el Señor llama «hijo mío» a «su Ungido», cuya generación declara «hoy» (Pablo la refiere a la resurrección), y le ofrece «en herencia las naciones de la tierra, en posesión los confines del mundo».
O sea, que corrige lo que había dicho antes: Jesús no es ya «un salvador para Israel» (v.23), sino un salvador universal. Aunque haya entrado primero en una sinagoga judía, Pablo afirma en ella el universalismo cristiano.
2. Evangelio (Jn 14,1-6).
Jesús siempre camina delante, y los suyos lo siguen libremente (cf. Jn 6,2; 10,4). Esto también se verifica cuando se trata de ir tras él a la definitiva tierra prometida. Al aproximarse su partida, la anuncia, ellos se inquietan, pero él los tranquiliza. Nótese que esta partida tiene dos perspectivas:
• El evangelista se refiere a su muerte, que culmina en su resurrección,
• La liturgia de Pascua la refiere a su glorificación, y –en particular– a su ascensión al cielo y al envío del Espíritu Santo (Pentecostés).
Para tranquilidad de los suyos, Jesús les explica:
• Mientras estén unidos a él, lo estarán con Dios.
• La relación con Dios es familiar, por eso les habla del «hogar de mi Padre».
• El Padre quiere tener muchos hijos; él no ha hablado de un Dios excluyente.
• Su partida tiene carácter preparatorio en favor de los suyos.
• Él volverá a «acoger» a los suyos a fin de que compartan su condición divina.
Para alcanzar la misma meta que él, los suyos han de realizar su mismo éxodo, salir del «mundo», y recorrer el mismo camino, que es él. Pero los discípulos no captan todavía cuál es el destino ni cuál el camino. Suponen que la muerte es el final del camino. Jesús les explica que:
• Él es el «camino». Con esto les indica que el discipulado es dinámico, progresivo, no estático. Seguirlo es empeñarse en un proceso de crecimiento continuo en el amor, «hasta el fin» (Jn 13,1). El discípulo es siempre alguien en seguimiento, y para seguirlo a él hay que caminar tras él.
• Él es la «verdad». Se refiere a que la gran verdad de Dios es su inmenso amor, y él es quien revela esa verdad. El discípulo está invitado a aceptar esta revelación y a dar testimonio de esa misma verdad con su propia entrega de amor.
• Él es la «vida». El contenido de la verdad es la vida (cf. Jn 1,4), es decir, el amor comunica vida, y vida desbordante (cf. Jn 10,10). Esta vida es, a la vez, la verdad y la tarea del discípulo. No hay verdad si no hay comunicación de vida.
Este es el único itinerario para llegar al Padre. El discípulo lo vive de un modo consciente, por eso puede amar con el «amor más grande» (Jn 15,13). Los demás lo harán en la medida en que estén dispuestos a realizar en sí mismos el designio de Dios, que consiste en el logro de su propia plenitud humana (cf. Jn 1,6-9; 3,19-21; 7,17).
La apertura universal es característica del amor de Dios. Los cristianos no son seres huraños que le hacen mala cara al mundo, como reprochándole sus pecados o reprobando su existencia. Las comunidades cristianas no son fortalezas de refugio para rechazar, sino espacios de convivencia abierta donde puedan llegar y encontrar acogida los que se sientan desamparados y excluidos.
A partir de las palabras de Jesús surge una luz de esperanza y de confianza. Para salvar la propia vida hay que darla, sin temor a perderla, como lo hace él, como lo hace el Padre. Surge también una certeza: la ortodoxia (la fidelidad a la verdad) no radica en el aferramiento a unas ideas, sino en esa inquebrantable voluntad de dar vida en la entrega de sí mismo, siguiendo los pasos («el camino») de Jesús. Y es claro que buscar la propia felicidad por el camino de Jesús no conduce al egocentrismo, sino al don de sí mismo para darle vida a los demás.
Comulgar con Jesús es empeñarse en ser hijo de Dios como él, buscando así la propia realización. La comunión es, al mismo tiempo, abrazo feliz e impulso a una mayor felicidad.
Feliz viernes.