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ORACIÓN POR EL SÍNODO DE LA SINODALIDAD

Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre.
Tú que eres nuestro verdadero consejero: ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones. Enséñanos el camino, muéstranos cómo alcanzar la meta. Impide que perdamos el rumbo como personas débiles y pecadoras.
No permitas que la ignorancia nos lleve por falsos caminos.
Concédenos el don del discernimiento, para que no dejemos que nuestras acciones se guíen por perjuicios y falsas consideraciones.
Condúcenos a la unidad en ti, para que no nos desviemos del camino de la verdad y la justicia, sino que en nuestro peregrinaje terrenal nos esforcemos por alcanzar la vida eterna. Esto te lo pedimos a ti, que obras en todo tiempo y lugar, en comunión con el Padre y el Hijo por los siglos de los siglos. Amén.

 

Exhortación Apostólica Laudate Deum | Síntesis y reflexión del Cardenal Luis José Rueda Aparicio

 

San José Patrono de la Iglesia universal

 
 
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Viernes de la V Semana de Cuaresma

PRIMERA LECTURA

El Señor está conmigo como un guerrero temible.

Lectura del libro de Jeremías      20, 10-13

Dijo el profeta Jeremías:

Oía los rumores de la gente: “¡Terror por todas partes! ¡Denúncienlo! ¡Sí, lo denunciaremos!” Hasta mis amigos más íntimos acechaban mi caída: “Tal vez se lo pueda seducir; prevaleceremos sobre él y nos tomaremos nuestra venganza”.

Pero el Señor está conmigo como un guerrero temible: por eso mis perseguidores tropezarán y no podrán prevalecer; se avergonzarán de su fracaso, será una confusión eterna, inolvidable.

Señor de los ejércitos, que examinas al justo, que ves las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos!, porque a ti he encomendado mi causa. ¡Canten al Señor, alaben al Señor, porque Él libró la vida del indigente del poder de los malhechores!

SALMO RESPONSORIAL    17, 2-7

R/. Invoqué al Señor y Él me escuchó.

Yo te amo, Señor, mi fuerza, Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador.

Mi Dios, el peñasco en que me refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoqué al Señor, que es digno de alabanza y quedé a salvo de mis enemigos.

Las olas de la muerte me envolvieron, me aterraron los torrentes devastadores, me cercaron los lazos del Abismo, las redes de la muerte llegaron hasta mí.

Pero en mi angustia invoqué al Señor, grité a mi Dios pidiendo auxilio, y Él escuchó mi voz desde su Templo, mi grito llegó hasta sus oídos.

EVANGELIO

VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO    Cf. Jn 6, 63c. 68c

Tus palabras, Señor, son Espíritu y vida; Tú tienes palabras de vida eterna.

EVANGELIO

Intentaron detenerlo, pero Él se les escapó de las manos.

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan     10, 31-42

Los judíos tomaron piedras para apedrear a Jesús.

Entonces Jesús dijo: “Les hice ver muchas obras buenas que vienen del Padre; ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?”

Los judíos le respondieron: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino porque blasfemas, ya que, siendo hombre, te haces Dios”.

Jesús les respondió: “¿No está escrito en la Ley de ustedes: “Yo dije: Ustedes son dioses”?

Si la Ley llama dioses a los que Dios dirigió su Palabra -y la Escritura no puede ser anulada- ¿cómo dicen: ‘Tú blasfemas’, a quien el Padre santificó y envió al mundo, porque dijo: ‘Yo soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las obras, aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el Padre está en mí y Yo en el Padre”.

Ellos intentaron nuevamente detenerlo, pero Él se les escapó de las manos.

Jesús volvió a ir al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan Bautista había bautizado, y se quedó allí. Muchos fueron a verlo, y la gente decía: “Juan no ha hecho ningún signo, pero todo lo que dijo de este hombre era verdad”. Y en ese lugar muchos creyeron en Él.

La reflexión del padre Adalberto Sierra

En todos los tiempos, pero sobre todo en los tiempos de persecución, acucia la pregunta de en dónde está Dios cuando sus hijos son deshonrados, vistos con sospecha o perseguidos. No faltan quienes se pregunten si él presencia ese atropello «impasible e inmutable», como dicen algunos pensadores. Hay que preguntarse y responder con honradez si le importa la vida de sus fieles. Sí le importa, él no se desentiende, pero actúa movido por amor a todos, «pues él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).
La percepción de ausencia o indiferencia por parte de Dios corresponde a una visión equivocada de él. Quienes esperan intervenciones divinas aplastantes para condenar a los culpables muestran que no conocen al Dios del cual hablan, ni tampoco su forma de actuar. Es decir, no conocen (por experiencia) a Dios ni su obra. No conocen al salvador, se imaginan un poderoso tirano.

1. Primera lectura (Jer 20,10-13).
La expresión que Jeremías había usado por mucho tiempo («terror por doquier»: cf. 6,25; 20,4; 46,5; 49,29) la parodian ahora sus enemigos cuchicheando contra él. Sus compatriotas esperan la oportunidad de desquitarse de él por sus denuncias. Ellos aguardan a que la «ingenuidad» del profeta –esperando que Dios lo protegerá– les va a permitir actuar en su contra y obtener la revancha: hacerle violencia y desquitarse. Se proponen engañarlo y luego atropellarlo, como con el intento de hacer un ajuste de cuentas, tal vez por el apoyo que dio a la reforma de Josías («A ver si se deja seducir, lo violaremos y nos desquitaremos de él»).
El Señor lo ha expuesto a las iras de la multitud, y él se encuentra desprovisto frente a ella. El que otrora infundía miedo con sus oráculos ahora siente miedo de sus enemigos, a pesar de lo que prometió el Señor (cf. 1,8.17). El profeta, sin embargo, sabe que el Señor está cerca y se apoya en él como su firme defensor («el Señor está conmigo como fiero soldado») y confía en el fracaso de sus perseguidores («mis perseguidores tropezarán y no me vencerán»). A la larga, serán ellos los que hagan el ridículo ante la historia («sentirán la confusión de su fracaso, un sonrojo eterno e inolvidable»). No obstante, reconoce la capacidad asesina que ellos exhiben.
El único apoyo del profeta es el Señor. Jeremías tiene claro que todo crimen entraña su propio castigo, y que toda mala acción tiene como consecuencia mucho sufrimiento. En la convivencia humana hay como un principio de equilibrio que se restaura a sí mismo. Por eso no procede él personalmente a castigar a sus perseguidores. Él espera a que ellos fracasen, como consecuencia de sus actos, y por eso se dirige al «Señor de los ejércitos» (el Dios de la creación y de la historia), para pedirle que lo defienda; se abandona en las manos del Señor, en quien encuentra censura el mal y retribución el bien (cf. Deu 32,35; Sal 73,18). Detrás de esta plegaria están la preocupación por la gloria del Señor, que es justo y no apoya la injusticia (cf. Sir 36,1-17), y el afán de alabarlo por sus obras en favor de su pueblo fiel (cf. Est 13-14, griego).
Y se anticipa a cantar agradecido, dando por seguro que será escuchado, porque «el Señor de los ejércitos» es salvador. Se declara «pobrecillo» (אֶבְיוֹן), probado por «los malvados» que lo hacen sufrir, pero confiado en el Señor que le garantiza su acompañamiento («yo estoy contigo»: 1,19).

2. Evangelio (Jn 10,31-42).
Como los dirigentes intentan de nuevo matarlo, Jesús los enfrenta ahora a las «obras excelentes» que él hace y les pregunta por cuál de ellas intentan apedrearlo. Las obras de la creación fueron valoradas por Dios como «sobradamente excelentes» (cf. Gén 1,31 LXX). Al referirse a las suyas como «excelentes», Jesús las relaciona con las del Padre Creador.
La Ley prescribía la lapidación en numerosos casos, uno de ellos era la infracción del precepto sabático, otro, la idolatría. Jesús es acusado por los dirigentes de ambas cosas. Ellos se escudan en su presunta ortodoxia y acusan de blasfemia a Jesús porque él se hace Dios. Pero él aduce un texto de la ley –aunque se distancia de ella («la Ley de ustedes»)–, texto que llama «dioses» a los jefes del pueblo (cf. Sal 82,6), a quienes la Ley les adjudica el encargo de hacer justicia, es decir, personas cuyo oficio les asigna una particular semejanza con Dios. Pero la exégesis judía también le asignaba esta condición al conjunto de los israelitas. Y no había razón para eliminar tal texto de la Escritura. Con mayor razón puede decirlo él de sí, porque es consagrado por la unción del Espíritu de Dios y enviado al mundo por el Padre, ya que la semejanza con Dios no radica en el poder de juzgar y condenar, sino en su amor que «salva» (da vida), razón por la cual participa de un modo privilegiado de la santidad divina. Su consagración y su misión lo acreditan como tal.
Y vuelve a insistir en sus obras como su credencial de ser Hijo, Consagrado y Enviado del Padre. Las otras credenciales –las jurídicas que ellos ostentan, el mensaje que él anuncia– no cuentan, sino las obras; ellas los llevarán a la conclusión de que, por estar identificados el Padre y Jesús, su objetivo es el mismo: dar vida. Ya han reconocido que las obras de Jesús son «excelentes», así que los remite a esas obras: si lo que Jesús hace (liberar y salvar) no es lo propio del Padre, ellos tendrían razón para no creerle. Reconocer que sus obras son las del Padre los conduciría a aceptar la unión de propósito y de obra que hay entre él y el Padre. Pero ellos, una vez más, insisten en detenerlo para matarlo, aunque Jesús nuevamente se les escapa de las manos.
Por eso Jesús, después de romper con la institución opresora, pasa el Jordán, como Josué, pero en dirección contraria, fuera de Judea, a donde muchos lo siguen; ahora la «tierra prometida» es otra, y «allí» (lejos del templo y de Jerusalén), se forma la nueva comunidad por la adhesión a él. Nuevamente se hace mención del testimonio de Juan Bautista a favor de Jesús, mención que, sumada a las anteriores, arroja un total de cinco (cf. 1,15.19-35; 3,22-30; 5,33-36), lo que certifica que las Escrituras (o Moisés: el Pentateuco) dan testimonio a favor de él (cf. 5,39-40.46).

Mientras se siga pensando que el atributo distintivo de Dios es el poder, el atropello y la muerte seguirán ejecutándose en su nombre. Cuando se admite que Dios es amor, y que este es su rasgo capital, entonces no queda más camino que seguir a Jesús realizando obras de amor para darle vida a la humanidad. Lo que importa no es la teología teórica –que puede ser clara o confusa– sino la experiencia del amor del Padre, que es la «luz de la vida». A esta experiencia se llega por un solo camino, Jesús, quien nos revela la «verdad» del Padre Dios.
Las grandes obras del Padre son la creación, la liberación y la salvación. Son las «obras excelentes» que los seguidores de Jesús podremos mostrar para certificar nuestra condición de hijos de Dios. El empeño por restaurar el orden de la creación e instaurar el reino de Dios trabajando en favor de la libertad humana y ofreciendo la mejor calidad de vida al género humano mostrará nuestra identificación con el Padre, como lo hizo Jesús.
Por eso, en la celebración de la eucaristía lo más importante es la «comunión» espiritual con el Señor, de modo que podamos decir: «Jesús y yo somos uno». No basta consumir el pan, hay que identificarse sacramentalmente con Jesús.

Detalles

Fecha:
8 abril, 2022
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