Lectura del santo evangelio según san Lucas (10,1-9):
En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él.
Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa.” Y, si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: “Está cerca de vosotros el reino de Dios.”»
Palabra del Señor
Viernes de la V semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Edom era una región semidesértica y poco cultivable, pero rica en hierro y cobre, de los cuales carecía Palestina, y dominaba el comercio del desierto de Gaza, Egipto y Fenicia. Como el rey de Edom prohibió el paso de los israelitas por su territorio cuando subían de Egipto (cf. Num 20,14-21), había rencor entre los dos pueblos. Damasco, tierra privilegiada por sus abundantes aguas en medio del desierto, ocupaba una estratégica posición como centro de comercio.
Salomón resultó ser más hombre de palacio que de Estado, más comerciante que estratega. Tres reveses políticos, dos externos y uno interno, terminaron con su reino. En el sur, se le rebeló el idumeo Hadad, que se refugió en Egipto cuando David, por medio de Joab, exterminó a todos los varones de Edom (cf. 1Rey 11,14-22.25b). En el norte, Rezón se hizo rey de Damasco y fue adversario de Salomón (cf. 1Rey 11,23-24.2.5a).
En su afán de construir, Salomón llevó el reino al borde de la insolvencia económica, por lo que se vio obligado a vender parte del territorio para poder refinanciarse (cf. 9,14), cuando ya había hecho varios pagos por los materiales para la construcción (cf. 5,15-26). A los pueblos sometidos los forzó a convertirse en cuadrillas de obreros (cf. 9,20-21). Jeroboam, efraimita de Serdá, llamó la atención de Salomón y este lo nombró capataz de todos los cargadores; un tiempo después, Jeroboam se rebeló contra el rey que lo había promovido (cf. 1Rey 11,26-28). No obstante, la revuelta de Jeroboam fracasó, y este se vio obligado a huir y refugiarse en Egipto (cf. 11,40).
1Ry 11,29-32, 12,19.
Ahora aparece en escena el profeta Ajías de Siló, lugar conocido por haber sido sede el arca (cf. Jos 18,1; Jue 18,31; 1Sam 1–4), y se muestra como uno de los profetas opuestos a la monarquía y dispuestos a derrocar a Salomón. El autor quiere mostrar que así se cumple el anuncio que el Señor le hizo a Salomón (cf. 11,11-13). Para esto, se vale de una acción simbólica que requiere de explicación. El «manto» simboliza en el Antiguo Testamento tres realidades: a) un reinado o un reino, b) el espíritu de una persona, y c) la persona misma. En este caso, el manto de Ajías es símbolo del reino de Salomón. Este manto es «nuevo», referencia probable a recién creado reino de Israel y Judá, del cual Salomón es el segundo rey.
Se consideraba que las acciones simbólicas de los profetas no eran solo pantomimas expresivas, sino anuncios eficaces (cf. Jer 19,1-11; 28,1-17). El profeta Ajías realizó una acción simbólica ante Jeroboam: desgarró su manto nuevo en doce jirones y le entregó diez a este, interpretando este gesto como la desgarradura del reino en sus doce componentes, las doce tribus, de las cuales el Señor pondrá diez en manos de Jeroboam, y a Salomón «lo restante»: aparentemente dos tribus, pero la tribu de Simeón ya había sido absorbida por la de Judá (cf. Jos 19,1; 1Cro 4,24-31). Esta acción de desgarrar el profeta su propio manto recuerda la ocasión cuando Saúl rasgó el manto de Samuel (1Sm 15,27-28), hecho que este interpretó como destitución del rey.
La razón de este fracaso está en la idolatría (cf. 11,5-7), tanto del rey como del pueblo (en el v. 33 los verbos están en plural), que ha desviado al primer responsable, el rey «hijo» de David, de los caminos que el Señor le había trazado, dejando de practicar los mandatos y preceptos que sí guardó su padre David. El culto al Señor, entendido no solo en su aspecto ritual, sino sobre todo en la observancia de la alianza, no solamente era garantía de identidad cultural para el pueblo y de unidad religiosa; era, sobre todo, la garantía de Israel como pueblo rescatado por el Señor, y la configuración del reino como «su» reino. Es decir, el culto al Señor se manifestaba también y principalmente en la convivencia social («pueblo», «reino») según el espíritu de la alianza. Eso es lo que se ha desdibujado con el culto a los dioses paganos. Al ser «como los demás pueblos», se convirtió en un reino fallido, porque lo más importante se ha perdido, la relación con el Señor.
Sin embargo, el Señor se mantiene fiel a su promesa. La división del reino no obedece a designio suyo, sino a consecuencia del pecado del rey y del pueblo. El Señor, por lealtad con David, deja una pequeña parte del reino en manos de Salomón («una tribu») a fin de que David tenga siempre «una lámpara en Jerusalén». Esta «lámpara», signo de la dinastía superviviente (cf. 2Sam 14,7), es una figura: así como en el cielo Dios puso lumbreras para alumbrar a la tierra (cf. Gen 1,14-18; Sal 136,7-9), así también las estrellas simbolizan un rey (cf. Isa 14,12), en este caso de la tribu de Judá (cf. Num 24,17). La presencia permanente de esa «lámpara» delante del Señor en Jerusalén entraña, pues, la estabilidad de la dinastía davídica y la permanencia de la misma ciudad que él se eligió para que allí residiera su Nombre (cf. 15,4; 2Rey 8,19; Sal 18,29). Jeroboam, en cambio, va a ser «rey de Israel», las diez tribus del Norte, según sus «ambiciones» (cf. vv. 33-39, omitidos).
Salomón intentó matar a Jeroboam, pero este huyó a Egipto hasta la muerte de Salomón, quien reinó 40 años, como David su padre (cf. 11,40). Le sucedió su hijo Roboam, pero cuando fue a proclamarse rey los israelitas le pidieron que aliviara la servidumbre que impuso su padre. Él, mal aconsejado, se negó, y entonces se produjo la ruptura y la separación, formándose dos reinos: Israel, al norte, y Judá, al sur. Los del norte eligieron rey a Jeroboam (cf. 1Rey 12,1-18, omitido).
Lo que garantizaba el futuro del pueblo no eran el prestigio, la riqueza y el poderío de Salomón, sino su identidad como pueblo del Señor. El culto era apenas expresión festiva de dicha unidad. Lo que realizaba la unidad era la observancia de la alianza, es decir, el hecho de manifestar su condición de pueblo del Señor ateniéndose a las cláusulas de la alianza; de lo contrario, el culto resultaba vacío y hasta podía degenerar en intento de soborno, que el Señor rechazaba.
Jeroboam no era precisamente un hombre virtuoso, sino ambicioso, pero en ese medio corrupto había oportunidades para un hombre como él, lo que hubiera sido impensable en un ambiente de respeto a la ley del Señor que los sacó de Egipto. El Señor no se ausenta, asume la realidad y le da una oportunidad a Jeroboam, a condición de respetar la ley (cf. 1Rey 11,37-39, omitido).
El mundo de la política es escenario en donde se verifica también la calidad de los creyentes, ya que sus opciones ponen de manifiesto la relación que tienen con Dios a través de las decisiones que toman respecto de sus semejantes en la convivencia social.
Los discípulos de Jesús somos conscientes de que todos somos pecadores a quienes el Padre nos otorga su amor y su perdón, y nos da la oportunidad de convertir este mundo en reino de amor.
Feliz viernes.