Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,49-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
XX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
Para concluir la instrucción a los discípulos aparte de las multitudes, Jesús se remite a su misión, presentada en términos de juicio, pero corrigiendo la manera como sus coetáneos entendían el juicio de Dios. En concreto, Jesús alude a la expectación que había generado Juan Bautista, quien emplazó a las multitudes que pedían su bautismo pero no estaban dispuestas a cambiar su forma de pensar y su manera de actuar (cf. Lc 3,7-9). Además, Juan anunció que el Mesías iba a «bautizar con Espíritu Santo y fuego», es decir, a realizar un juicio de salvación a favor de unos, y un juicio de aniquilación en contra de otros. Jesús quiere aclarar cuál es su papel, y eso es lo que hace con las palabras que escuchamos este domingo.
Lc 12,49-53.
La metáfora del «fuego» para referirse al juicio es común, como lo muestra la expresión «prueba de fuego», que se usa en varias lenguas antiguas y modernas. En la Escritura, expresiones como «fuego que no se apaga» (Lc 3,17) se refieren a un juicio que suprime totalmente la existencia, lo que implica una condenación inapelable. En el texto que se lee hoy Jesús enfrenta tres juicios, el de Juan, suyo y el del mundo; niega el primero y muestra las consecuencias de los dos últimos.
1. Los tres juicios.
«Fuego he venido a lanzar sobre la tierra», declara Jesús. Hay que notar la diferencia entre «lanzar al fuego» y «lanzar fuego». La primera connota una inapelable condena de aniquilación, en tanto que la segunda solamente sugiere un juicio definitivo. Jesús anuncia este juicio definitivo «sobre la tierra», lo que implica las repercusiones tanto locales como universales del mismo.
El «fuego» al que se refiere Jesús es el mensaje («lenguas») del amor universal manifestado en el acontecimiento de Pentecostés (cf. Hch 2,3). Este es el «fuego» que ha de juzgar «la tierra», pero no como amenaza de destrucción, sino como oportunidad de restauración; por eso, este hecho se presenta como opuesto a lo que sucedió en la torre de Babel (cf. Gen 11,1-9).
«¡Y qué más quiero si ya ha prendido!», exclama complacido Jesús. El mensaje del amor a todos ya ha «prendido», ya hay gente que lo está aceptando, y Jesús celebra este hecho como un triunfo de Dios. La fuerza de amor y de vida que procede del Padre, el Espíritu Santo que él infunde en la historia humana, está encontrando acogida en la humanidad.
«Pero tengo que ser sumergido por las aguas («bautizado») …». Jesús constata que el mensaje del amor universal también encuentra oposición. Otros hombres quieren extinguir ese fuego que él está lanzando, y, para extinguirlo, se proponen eliminarlo a él, suprimir su vida. A eso se refiere la metáfora de la inmersión del fuego en el agua.
«…y no veo la hora de que eso se cumpla». Sin embargo, la hora del dominio de las tinieblas (cf. Lc 22,53) se prolongará por un lapso muy breve, porque Jesús pondrá su Espíritu en manos del Padre, y por manos del Padre lo entregará a la humanidad entera (cf. Lc 23,44-46). Por eso Jesús espera la hora de su muerte con expectativas de triunfo.
Hay tres maneras de concebir el juicio:
• Según Juan, Dios salva a los justos y extermina a los injustos.
• Según Jesús, Dios deja a cada uno la decisión de salvarse o perderse.
• Según el mundo, quien contradiga sus intereses es reo de muerte.
2. Las consecuencias.
«¿Piensan ustedes que yo he venido a dar tranquilidad a la tierra?», pregunta Jesús a sus oyentes. «No», responde él mismo. Él no es profeta de la falsa paz, el que tranquiliza conciencias diciendo que todo está bien para que la gente quede contenta y para tener a su favor la opinión pública.
«No, sino disensión». Jesús, con su mensaje de amor universal, convoca la reacción favorable de los que quieren la verdadera paz, pero provoca la reacción airada de los que avalan la falsa paz. Por ahí empieza el juicio de Dios. La actitud que cada uno asume ante el mensaje y sus exigencias es la que decide cuál es su postura en este juicio, y si se salva o se condena. La falsa paz se quita su disfraz y descubre su verdad. El orden establecido sobre la dominación de las personas y la prevalencia de la violencia sobre la justicia queda al desnudo con toda carga de su inhumanidad cuando se confronta con el mensaje de Jesús, el profeta que incomoda a los indolentes.
Jesús trae a colación las palabras del profeta que se lamentaba por la desaparición de los hombres leales y honrados, y porque solo quedaban los que acechaban para matar, robar, poner trampas, sobornar y codiciar. La confianza se había perdido, los hijos eran una vergüenza para su padre… «los enemigos de uno son los de su propia casa» (Miq 7,6). Así es la sociedad en su tiempo.
En medio de ese caos, el mensaje de Jesús obliga a tomar decisiones. Y lo que va a suceder será que la adhesión a él se mostrará más fuerte que los vínculos de la sangre. «Una familia de cinco» recuerda la del rico indiferente ante la miseria de Lázaro (cf. Lc 16,28). Ahora, el padre terreno no será el modelo de vida, porque el Padre del cielo lo aventajará con creces; el hijo terreno no será el futuro de la familia, porque el Hijo de Dios garantizará un futuro más cierto; la maternidad nacional no estará por encima de la vida que Dios transmite (cf. Lc 11,27-28); ninguna relación de afinidad (nuera suegra) podrá prevalecer sobre la adhesión de fe al Señor (cf. Lc 21,16).
El mundo juzga y condena con palabras de descalificación y exclusión y con hechos de violencia escalonada. La frontera entre lo ilegal, desde la maledicencia hasta el asesinato callejero, y lo legal, desde la multa o la reclusión carcelaria hasta la cadena perpetua o la pena de muerte, no suprime la sensación de fracaso ante el mal que implica ese tipo de juicio.
Tampoco es justo el juicio de Juan Bautista, que responsabiliza a Dios del destino de las personas, destino que ellas eligen por su cuenta. No nos corresponde declarar quiénes se salvan o quiénes se condenan; eso lo decide cada uno con sus opciones a favor o en contra del mensaje del amor universal. Nunca en la celebración del sacramento de la penitencia, el perdón y la reconciliación –incluso entendido como juicio– puede el cristiano sentirse bajo la tortura de un juzgamiento inmisericorde e implacable. Mucho menos es lícito declarar condenado a alguien, ni siquiera al difunto de quien nos consta que sus obras eran malas.
Los cristianos necesitamos recuperar y poner en práctica el sentido del «juicio» que preconizó Jesús. Nos corresponde «lanzar el fuego» del amor universal proponiendo, más con los hechos que con las palabras, la superación de la paz de apariencias y la oportunidad de tomar decisiones de fe en el Señor que rompan las cadenas de la complicidad con toda organización social injusta. Esto es lo que nuestras asambleas dominicales están llamadas a propiciar.
¡Feliz día del Señor!