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La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general

Vigilia pascual. Ciclo C.
Los seres humanos reflexionamos y hablamos acerca de la vida y de la muerte con una enorme dificultad: de la vida tenemos experiencia directa; de la muerte, solo experiencia indirecta. Pero nosotros, los cristianos, reflexionamos y hablamos al respecto a la luz de la historia de Jesús de Nazaret y de nuestra experiencia de fe en él:
• Tenemos una cierta experiencia de la muerte, como máxima ruptura, cuando hemos muerto al pecado, rompiendo así definitivamente con todo género de injusticia. Aunque aún no hayamos experimentado la muerte física, nos hemos vinculado sacramentalmente a la muerte de Jesús de tal forma que nuestra irreversible ruptura con el pecado es continua experiencia de muerte.
• Tenemos también experiencia de una vida nueva –de superior calidad– cuando nos dejamos conducir por el Espíritu que Jesús entregó en la cruz y que nos hace hijos de Dios. Mientras nos es dado resucitar para la vida eterna, andamos en una vida nueva, «vivos para Dios», sirviendo a la humanidad como Jesús, experimentando así, en nuestra vida mortal, la vida del Espíritu.
Lc 24,1-12
Este relato de Lucas presenta dos grupos: el de las mujeres y «las demás», y el de los Once y «los demás». Inicialmente informa el anuncio de la resurrección, no aún el encuentro con la persona del resucitado, pero, sobre todo, las diversas reacciones ante este anuncio. Los «dos hombres» son los portadores del anuncio, que tan pronto aparecen como desaparecen.
1. Las mujeres y «las demás».
El narrador da tres nombres: María Magdalena, Juana y María la de Santiago.
María Magdalena y Juana son ya conocidas con Jesús en su misión evangelizadora, junto con los Doce (cf. Lc 8,1-3). De ellas se dijo que habían «curadas de malos espíritus y enfermedades», lo cual alude a su pasado pecador, pasado del cual Jesús las ha desvinculado. Esto, en relación con «María, la llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios» tiene un contenido claro: conoce por experiencia la actividad liberadora y salvadora de Jesús. De Juana se dijo que era «la mujer de Cusa, intendente de Herodes». Dado de Juana es nombre hebreo, en tanto que Cusa y su oficio se sitúan en el mundo pagano, este matrimonio presenta un cariz universalista, acorde con el amor de Dios anunciado por Jesús. La tercera de ellas, «María la de Santiago», se menciona por primera vez (pero cf. Mc 16,1), y constituye un caso en el que la madre es designada por el hijo, lo cual permite suponer que es viuda y que pertenece al sector excluido de la sociedad. Las tres representan a los seguidores de Jesús procedentes de la marginalidad social judía. Se advierte en ellas una doble adhesión: a los valores del judaísmo, porque observan la Ley, y a la persona de Jesús, pero muerto, porque llevan aromas para embalsamarlo.
Las mujeres se dirigen al sepulcro y lo primero que constatan es que no hay frontera entre Jesús y ellas: el sepulcro está abierto, pero Jesús no está en él. Olvidan que Jesús estrenó sepulcro (cf. Lc 23,53), es decir, inauguró una nueva manera de morir. Al escuchar a los dos hombres, por fin entienden. Por eso abandonan el sepulcro y salen a anunciar la buena noticia. Las tres aparecen ahora acompañadas y respaldadas por «las demás», en un empeño colectivo por insistirles a «los apóstoles» (misioneros, enviados) en el mensaje que recibieron de los dos hombres.
2. Los dos hombres.
Los dos hombres vestidos de manera refulgente son Moisés y Elías, que representan la Ley y los profetas. Ellos estuvieron presentes en el monte de la transfiguración frente a tres discípulos (cf. Lc 9,30-33), y estarán más tarde presentes en las inmediaciones de Betania, cuando llegue la hora de la ascensión, frente a todos los discípulos (cf. Lc 24,50-51; Hch 1,9-11). Aparecen, pues, como testigos y anunciadores de la condición gloriosa de Jesús. En este relato se señala su pertenencia al mundo definitivo por el fulgor de sus vestiduras (Lc 9,31; 24,5; Hch 1,10: «blanco»).
Ellos les hacen tomar conciencia de lo equivocada de su búsqueda: buscan entre los muertos a un viviente. Imposible encontrarlo allí («no está aquí»), y el motivo de su ausencia se le atribuye a Dios (??????: voz pasiva, indicio de acción divina: «fue resucitado»). Esta atribución es normal, por un lado, dado que solo él puede darle vida a un muerto; pero, además, indica la reivindicación del crucificado por parte de Dios como instancia definitiva: Dios anuló y revirtió la sentencia de muerte, lo que significa que esa sentencia fue injusta, porque el condenado era inocente. Ahora la Ley y los profetas se dirigen a los discípulos, pero ya no citan el Antiguo Testamento, sino las palabras de Jesús. Así dan testimonio de que Jesús es el auténtico y definitivo portavoz del Padre (cf. Lc 9,35). Moisés y Elías, emancipados del Antiguo Testamento, pueden dar claro testimonio del Señor resucitado.
3. Los Once y «los demás».
Los Once, de los cuales sólo se menciona un nombre, Pedro, son seguidores de Jesús que ya no representan a Israel, por la deserción de Judas. Las mujeres –que representan a los discípulos de la franja excluida de la sociedad judía– les anunciaron «todo esto a los Once y a todos los demás». Pero ellos le restan credibilidad al mensaje dudando de la cordura de las mensajeras.
«Pedro, sin embargo, se levantó y fue corriendo al sepulcro». Se encontraba abatido por pensar que todo había acabado con la muerte de Jesús. La somera inspección que hizo del sepulcro era suficiente para concluir que Jesús ya no estaba en la región de los muertos («vio solo las vendas»), pero «se volvió a su casa extrañado de lo ocurrido». Los hechos no encajaban en su esquema de pensamiento, así que optó por desconocer los hechos. Así reaccionan también «los demás».
Esta enigmática expresión, paralela a «las demás» (cf. Lc 24,10) en relación con las tres mujeres, alude a los otros seguidores de Jesús, procedentes del judaísmo, pero no integrantes del grupo de los Doce, ahora reducidos a Once. Ellos constituyeron el grupo destinatario de las parábolas de Jesús, los que no conocían por experiencia los secretos del reinado de Dios y había que darles el mensaje con parábolas, porque estaban inutilizados para captarlo a causa de la mentalidad que les inculcaban las dirigentes del pueblo (cf. Lc 8,10). Estos piensan y actúan como los Once.
Ni la tumba vacía, ni el testimonio de la Ley y los profetas a favor de las palabras de Jesús, ni el anuncio de las mujeres y «las demás» logran impactar a los Once y «los demás». Queda pendiente la aceptación del mensaje por parte de este segundo grupo de seguidores de Jesús. En el libro de los Hechos de los Apóstoles se ocupará Lucas de su proceso de conversión.
De momento, es claro que la difusión de la buena noticia es responsabilidad de las mujeres y «las demás», es decir, de los seguidores de Jesús surgidos de la franja marginal de la sociedad judía. A este grupo le atribuye el evangelista las características antes señaladas: experiencia personal de la fuerza restauradora, liberadora y salvadora de Jesús, el propio compromiso con el amor universal de Dios, y libertad y generosidad para apoyar con sus recursos la labor evangelizadora del Señor (cf. Lc 8,2-3). La fe en el resucitado no se reduce a una mera convicción, se traduce en una firme decisión de anunciar a todos «la buena noticia del reinado de Dios» (cf. Lc 8,1).
Así también ha de ser en nosotros la fe que esta noche celebramos con júbilo y proclamamos a los cuatro vientos con renovado ardor. Y la eucaristía nos da la fuerza del resucitado para llevar este mensaje sin que nos desanimen las incomprensiones de sus destinatarios.
Feliz Pascua de Resurrección.