PRIMERA LECTURA
Siembran vientos, recogerán tempestades.
Lectura de la profecía de Oseas 4, 1; 8, 4-7. 11-13
Escuchen la palabra del Señor, israelitas:
Entronizaron reyes, pero sin contar conmigo; designaron príncipes, pero sin mi aprobación. Se hicieron ídolos con su plata y su oro, para su propio exterminio. Yo rechazo tu ternero, Samaría; mi ira se ha encendido contra ellos. ¿Hasta cuándo no podrán recobrar la inocencia? Porque ese ternero proviene de Israel: lo hizo un artesano, y no es Dios.
Sí, el ternero de Samaría quedará hecho pedazos. Porque siembran vientos, recogerán tempestades. Tallo sin espiga no produce harina, y si la produce, se la tragarán los extranjeros.
Efraím multiplicó los altares para expiar el pecado, pero esos altares le han servido sólo para pecar.
Por más que escriba para él mil prescripciones de mi Ley, se las tendría por una cosa extraña.
En cuanto a los sacrificios que me ofrecen, ¡que los inmolen, que se coman la carne! ¡El Señor no los aceptará!
Ahora, Él se acordará de sus culpas y pedirá cuenta de sus pecados: entonces ellos regresarán a Egipto.
SALMO RESPONSORIAL 113B, 3-7ab. 8-10
R/. ¡Pueblo de Israel, confía en el Señor!
Nuestro Dios está en el cielo y en la tierra, Él hace todo lo que quiere. Los ídolos, en cambio, son plata y oro, obra de las manos de los hombres.
Tienen boca, pero no hablan, tienen ojos, pero no ven; tienen orejas, pero no oyen, tienen nariz, pero no huelen.
Tienen manos, pero no palpan, tienen pies, pero no caminan; como ellos serán los que los fabrican, los que ponen en ellos su confianza.
Pueblo de Israel, confía en el Señor: Él es tu ayuda y tu escudo; familia de Aarón, confía en el Señor: Él es tu ayuda y tu escudo.
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO Jn 10, 14
Aleluya.
“Yo soy el buen Pastor; conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí”, dice el Señor. Aleluya.
EVANGELIO
La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 9, 32-38
Le presentaron a Jesús un mudo que estaba endemoniado. El demonio fue expulsado y el mudo comenzó a hablar. La multitud, admirada, comentaba: “Jamás se vio nada igual en Israel”.
Pero los fariseos decían: “Él expulsa a los demonios por obra del Príncipe de los demonios”.
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha”.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
En tiempos de Oseas, ya los cananeos practicaban la prostitución cultual, y los israelitas cayeron en esa práctica (cf. Ose 4,13-14). Esto permite ver más claramente las equivalencias que el profeta establece entre prostitución, idolatría, fornicación, adulterio e infidelidad a la alianza. Él se casó con una mujer dada a esos cultos, y, por atender la indicación de permanecerle fiel a pesar de su promiscuidad, tuvo experiencia directa del drama que lidia el amor traicionado. Esta experiencia suya sirve de telón de fondo a su predicación. Así es el amor del Señor al pueblo de Israel, pues él lo ama y el pueblo se va tras los ídolos (cf. Ose 3, omitido).
Los sacerdotes y la gente del pueblo han sido cómplices de la inmoralidad; ambos son culpables de la descomposición social y de la ruina que amenaza el país. En estas condiciones, el culto no vale, las alianzas con los poderosos no salvan, las falsas palabras de conversión no convencen y la mala fe es patente, sobre todo en el gobierno, que insiste en apoyarse en los imperios paganos de turno; todos son desleales y desagradecidos (cf. Ose 4-7, omitidos).
El capítulo 8 presenta dos partes: la primera hace mención de dos animales: un águila al principio y un toro (novillo) al final (vv. 1-6); la segunda menciona vientos al principio y un fuego que va a devorar ciudades y fortalezas al final (vv. 7-14). El texto de hoy está entresacado de ambas.
Ose 8,4-7.11-13.
Conviene recordar que Oseas ejerce como profeta en el Reino del Norte, y que es a él al que se refiere cuando habla de «Israel» o de «Efraín», no a las doce tribus, sino solo a las diez del Norte.
La trompeta se usaba como sistema de alarma para la ciudad (cf. Amo 3,6), pero la trompeta es la voz misma del profeta (cf. Isa 58,1). Como predadora águila, el imperio asirio revolotea sobre el pueblo de Israel («la casa del Señor»). La ruptura de la alianza produjo el abandono de la Ley. Y esa ruptura comienza por el desconocimiento de la soberanía del Señor, es decir, la idolatría. El pueblo decía conocer a Dios, pero, al mismo tiempo, rechazaba el bien; eso no es conocer al Señor, porque es abandono de la justicia y desconocimiento del derecho. Así, Israel no es pueblo distinto de los otros, sino uno como ellos (cf. 7,8), y la ruina lo amenaza (cf. 8,1-3, omitido).
Los continuados golpes de Estado que se han dado en el reino de Israel, sumados a la idolatría instaurada por Jeroboán I, lo han vuelto un reino fallido. Han rechazado las normas de vida y de convivencia de la alianza y renunciaron así a las bendiciones del Señor, y con sus riquezas dieron rienda suelta a la idolatría, reconociendo como dioses ídolos que los llevaron a la perdición. Esa idolatría viene desde los orígenes del Reino del Norte. Ese ídolo («tu novillo, Samaría») repugna, porque hiede a muerto, y de esa hediondez no podrán librarse en tanto continúe su idolatría. El novillo («toro») no es una deidad, es presa del águila; el invasor no lo respeta ni él se hará temer, es apenas una escultura carente de valor que el asirio reducirá a astillas.
Los cultos de fertilidad –como los que se tributaban a Baal– equivalen al toro de Samaría, un «viento» que, en vez de dar fecundidad a los cultivos, solo genera un huracán que arrasa todo el grano maduro, arruinando la cosecha («siembran vientos y cosechan tempestades»). La idolatría es una siembra desatinada, porque trajo la injusticia (abandono del Señor) y produjo el irrespeto por el derecho del prójimo. La idolatría no condujo a la prosperidad sino a la decadencia, y esta expuso el país a la invasión extranjera, lo que augura un sombrío futuro para la producción: («las mieses no echan espiga ni dan grano, y si lo dieran, extraños lo devorarán»). El reino se malogró, la convivencia se hizo cada vez más difícil.
Oseas aludiría aquí a la primera deportación (732), posterior a la guerra siro-efraimita (cf. 2Rey 15,29), y que correspondió a la segunda expedición de Tiglat Piléser III (entonces con el nombre de Pul) contra Israel (cf. 2Rey 15,19) por petición de Acaz, rey de Judá (cf. 16,5-7-9; Isa 8,4). La condición de «cacharro inútil» está descrita con lamento en oración (cf. Sal 31,13). Este cacharro es llamado también «asno salvaje» o «burro cimarrón» (onagro) por hacer alianzas insensatas con el imperio asirio «contratando amantes» (doble insensatez: se prostituye y paga); pero el rey asirio no ama, tiene intereses, y solo le interesan las riquezas de los pueblos que somete; así que Israel será sometido a fuertes tributos y, en vez de multiplicarse, «empezarán a disminuir por las cargas del rey soberano» (vv. 8-10, omitidos).
La política del reino no ha contado con aprobación del Señor. En este momento, el profeta se desinteresa de la ilegitimidad de la dinastía para concentrarse en la ilegitimidad de la política; es decir, el reclamo no se dirige a que se nombraron reyes ajenos a la dinastía de David, sino a la ruptura de la alianza y a la violación de la ley de convivencia, por la forma intrigante que revistió la política, en detrimento de la justicia social. La idolatría, de hecho, significó renunciar al Señor como rey de Israel y la proliferación del «pecado» con pretexto religioso. O la idolatría produjo la injusticia, o condujo a ella, en todo caso, «para pecar le sirvieron sus altares».
La religiosidad de Israel ha multiplicado la cantidad y la gravedad de su injusticia en proporción a la disminución de su gente. La Ley, que es una pieza de la alianza, le resulta extraña al pueblo fundado sobre ella. Sin embargo, han buscado alianza con el extraño (v. 7). Por eso, todo lo que hacen resulta vano, sus sacrificios no son gratos. Había una deuda: aceptaron el compromiso de no comportarse como el faraón, pero no lo cumplieron. «Tendrán que volver a Egipto», o sea, desandar la historia, perder la tierra, volver a la esclavitud de la que un día fueron rescatados.
Los faraones edificaron enormes y fastuosas construcciones a costa de los esclavos; así también Israel edificó palacios y Judá fortificó ciudades, con alto costo social, poniendo toda su confianza en esas construcciones. De nada les valdrán cuando se desate en su contra la codicia del invasor. Todo su esfuerzo estará perdido, y su confianza en ellas quedará frustrada (v. 14, omitido).
Amós denunció la injusticia social desde la perspectiva de los pobres de Israel; Oseas, desde la perspectiva de Dios. El resultado es el mismo. Quien es desleal con el hombre es infiel a Dios; quien es infiel a Dios, es desleal con el hombre. La idolatría consiste en fabricar dioses a medida y antojo humanos, que sirvan de pretexto para disfrazar intereses de los fabricantes de ídolos. La lucha que se tradujo en golpes de Estado escondía la idolatría del poder. Y el poder recurre a las pasiones humanas para legitimarse y perpetuarse. En la antigüedad existió la «prostitución cultual» (mejor que «prostitución sagrada»); en tiempos recientes, la llamada «sex revolution» (la irresponsabilidad sexual como culto a la libertad). Y no es coincidencia que sea contemporánea de lo que hoy se convino en llamar «la crisis de la democracia». Cuanto más irresponsable sea el individuo, tanto más caótica resultará ser la convivencia social, como lo demuestra la historia.
La eucaristía, que nos hace responsables del «Cuerpo entregado» del Mesías, nos exige mayor responsabilidad individual en todos los ámbitos de la convivencia social. La comunión con «el cuerpo de Cristo», aceptada con el significativo «amén», nos compromete a ofrecernos del todo a la causa de la justicia, para consagrarnos a Dios (cf. Rom 6,19).