PRIMERA LECTURA
Te destiné a ser la alianza del pueblo, para restaurar el país.
Lectura del libro de Isaías 49, 8-15
Así habla el Señor:
En el tiempo favorable, Yo te respondí, en el día de la salvación, te socorrí. Yo te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir las herencias devastadas, para decir a los cautivos: “¡Salgan!”, y a los que están en las tinieblas: “¡Manifiéstense!”
Ellos se apacentarán a lo largo de los caminos, tendrán sus pastizales hasta en las cumbres desiertas. No tendrán hambre, ni sufrirán sed, el viento ardiente y el sol no los dañarán, porque el que se compadece de ellos los guiará y los llevará hasta las vertientes de agua. De todas mis montañas Yo haré un camino y mis senderos serán nivelados.
Sí, ahí vienen de lejos, unos del norte y del oeste, y otros, del país de Siním. ¡Griten de alegría, cielos, regocíjate, tierra!
¡Montañas, prorrumpan en gritos de alegría, porque el Señor consuela a su Pueblo y se compadece de sus pobres!
Sión decía: “El Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí”.
¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, Yo no te olvidaré!
SALMO RESPONSORIAL 144, 8-9. 13cd-14. 17-18
R/. El Señor es bondadoso y compasivo.
El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; el Señor es bueno con todos y tiene compasión de todas sus criaturas.
El Señor es fiel en todas sus palabras y bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que caen y endereza a los que están encorvados.
El Señor es justo en todos sus caminos y bondadoso en todas sus acciones; está cerca de aquéllos que lo invocan, de aquéllos que lo invocan de verdad.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Jn 11, 25a. 26
Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí no morirá jamás.
EVANGELIO
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que Él quiere.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 5, 17-30
Jesús dijo a los judíos:
“Mi Padre trabaja siempre, y Yo también trabajo”. Pero para los judíos ésta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre.
Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: “Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo.
Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados.
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que Él quiere. Porque el Padre no juzga a nadie: Él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre.
El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en Aquél que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida. Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán.
Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, del mismo modo ha concedido a su Hijo tener la vida en sí mismo, y le dio autoridad para juzgar porque Él es el Hijo del hombre.
No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio.
Nada puedo hacer por mí mismo.
Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que Yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de Aquél que me envió”.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
La liberación de la esclavitud en Egipto y del cautiverio en Babilonia son «éxodos» –cada uno a su manera– que revelan una verdad histórica indiscutible: Dios libera a Israel de sus opresores. Cualesquiera que fueran las imágenes usadas, Dios se mostró siempre a favor de la libertad del pueblo que llevaba su nombre. De esta forma, a lo largo de la historia, cumplía la promesa hecha a Abraham y a sus descendientes como bendición para toda la humanidad.
Esta libertad tuvo como antagonistas –en los casos mencionados– a dos potencias extranjeras. Eso es entendible. Lo que resulta pasmoso es que el antagonismo surja dentro del mismo pueblo, por parte de sus dirigentes, e invocando la tradición del éxodo –la Ley de Moisés–; la que debió ser garantía de convivencia justa fue pervertida en instrumento de dominación y opresión. Y, sin embargo, también en este caso Dios hizo valer su promesa por encima de los reyes y dignatarios que eran tenidos como representantes y voceros suyos delante del pueblo.
1. Primera lectura (Isa 49,8-15).
El oráculo, dirigido a los cautivos en Babilonia, es un anuncio de liberación. Dios declara «tiempo de gracia» y «día propicio» una oportunidad concreta de salvación. Esa intervención responde al clamor del pueblo oprimido. Él ofrece la salvación en la historia del pueblo, no por fuera de ella, y desde adentro, no desde afuera. Es el Dios que «interviene» la historia de los hombres sin por eso coartar las libertades ni violentar los procesos mismos. El objetivo de esta intervención suya es, como siempre, consolar a su pueblo. Consolación que supone la compasión divina, la infusión de aliento vital al pueblo y el cambio de ánimo por parte de este. El hecho de que consuele a su pueblo implica que el Señor escuchó sus gemidos de dolor.
El Siervo del Señor es mediador de una alianza (como lo fue Moisés) abierta a «la multitud». En hebreo, este término (רַבִּים: «multitud») puede designar un grupo cuyos miembros son parientes, sea un pueblo cualquiera (cf. Isa 2,3.4; 17,12; 52,15), sea el mismo pueblo de Israel (cf. Isa 8,15; 52,14; 54,1), o incluso la entera población de la tierra (cf. 53,12e). El Siervo del Señor es también «restaurador y repartidor de tierras» (como lo fue Josué). Evoca la realización de un nuevo éxodo a favor de los cautivos («¡salgan!»), de los que están en tinieblas, es decir, en lo profundo de la mazmorra («¡salgan a la luz!»). Es una figura claramente liberadora.
No se repite la historia, se renueva la actuación liberadora y salvadora del Señor. Ellos recorrerán indemnes su camino –como otrora el pueblo rescatado de Egipto– porque el que los conducirá es compasivo, y les allanará ese camino para reunirlos, por muy lejos que estén. Los cuidados del Señor se renuevan, las circunstancias han cambiado. Ahora vienen de lugares distantes, y él está allí para reconfortarlos y manifestarles su ternura.
El Señor consuela a su pueblo –que se siente a la vez esposa y madre–, y se compadece de los desamparados. No hay riesgo de que él los abandone o se olvide de ellos. Su amor por ellos es más entrañable que el amor de una madre por el hijo de sus entrañas. Estas palabras recuerdan el mensaje de los profetas Oseas y Jeremías, así como el del Deuteronomio (cf. también Isa 54,7-8; Lam 4,3-4; 5,20). Definitivamente, el Señor libera a su pueblo porque lo ama sin medida.
2. Evangelio (Jn 5,17-30).
Jesús es juzgado por el «mundo» –encarnado ahora en la sociedad judía– cuyo pecado acaba de denunciar con hechos liberando al hombre sometido por ese mundo. Los rabinos palestinenses distinguían la actividad creadora de Dios, concluida el séptimo día (cf. Gén 2,2), y su permanente actividad de juez soberano que conduce el mundo de los hombres a su destino. Pero suponían que esa actividad estaba determinada por la Ley. No en el sentido de que la Ley condicionara al Señor, sino bajo el entendido de que dicha Ley contenía fielmente su designio. Jesús presenta su propia actividad al mismo nivel y en sintonía permanente con la actividad creadora del Padre.
El «pecado» que Jesús denuncia (cf. 5,14) consiste en reprimir las ansias de vida del ser humano, en oprimir las conciencias –manipulando la Ley–con sentimientos de indignidad y de culpa, y en llegar al extremo de suprimir la vida humana que se sustraiga a los dictámenes del «mundo».
En este encausamiento, como si se tratara de una citación ante un tribunal, el «mundo» presenta sus «cargos» («los dirigentes judíos empezaron a perseguir a Jesús porque hacía aquellas cosas en día de precepto»), y Jesús presenta sus propios «descargos»:
2.1. Principio fundamental: la creación no es cerrada, no está concluida. Mientras el ser humano no haya logrado su plenitud, el Padre y el Hijo trabajan incesantemente. La Ley que les prescribe el descanso se opone a la esclavitud, no justifica la opresión ni condena a la inactividad.
2.2. Por su condición de «Hijo», Jesús es igual a su Padre en su actividad de amor para que todo ser humano pase de la muerte a la vida (el amor que salva, da vida). Él es libre para amar, por ser Hijo de Dios, y porque está lleno del Espíritu Santo. Y esta libertad está por encima de la Ley.
2.3. Reconocer a Jesús como «Hijo» de Dios implica:
• Aceptar que Dios es y se comporta tal como lo revela Jesús con su vida.
• Darle adhesión de fe a Jesús, haciendo de él el guía para imitar a Dios.
• Hacer de Jesús el propio modelo de conducta en la convivencia social.
2.4. La misión de Jesús. Consiste en llamar a los muertos en vida a que vivan plenamente por el don del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo poseen y comunican como propio. Las obras de la vida pública de Jesús serán superadas por los acontecimientos posteriores a la Pascua: el don del Espíritu –la vida eterna– y el consiguiente juicio de los hombres. Por eso, desde ahora:
• Los que escuchen la voz de Jesús, aunque estén en el sepulcro (muertos en vida), se levantarán y saldrán de él (éxodo fuera del «mundo»); los que no lo escuchen (los del «mundo»), se pondrán de pie –como los acusados– para escuchar su propia sentencia (cf. 3,18-21).
• Como Jesús escucha al Padre, no actúa por su propia iniciativa, sino que busca hacer realidad el designio del Padre, que es de libertad y vida; por eso, su juicio es justo, porque él comunica la vida (el Espíritu), «a quien él quiere», es decir, por amor y con toda libertad.
La misión del Hijo consiste en hacer que los hombres pasemos de condiciones de vida menos humanas a condiciones cada vez más humanas. Por eso, ningún orden social puede considerarse hecho y definitivo, porque, si solamente hubiera un ser humano sufriendo, él sería motivo más que suficiente para cambiar ese orden social por uno que elimine dicho sufrimiento. Ese es el empeño liberador que anima a Jesús y que, por su Espíritu, anima también a sus discípulos.
Quitar el pecado del mundo significa eso, eliminar la injusticia que perjudica la convivencia social y hace imposibles las relaciones de fraternidad entre los hombres. Esa tarea no admite descanso, ni hay ley alguna que pueda prohibirla legítimamente. Y, si alguna ley se atreviera a hacerlo, sería contraria al designio divino, porque a Dios le importa más la vida humana que el orden legal.
La eucaristía nos invita y nos capacita para ir asimilando la realidad de Jesús por la fuerza de su Espíritu, y asemejándonos más a él como hijos de Dios. Esto –claro está– nos compromete a trabajar unidos con él por la libertad interior y exterior de todos los seres humanos.